En mi
casa no había televisión. En esa época no existía Internet. Yo tampoco tenía
videojuegos… Y ¿juguetes? Pocos…
En mi
casa sólo había lugar para la imaginación… Y esa puerta la abrían los libros…
Libros, sí, muchos, algunos ininteligibles, lejanos, misteriosos, maraña de
palabras, nudos de letras, cordeles anudados que sabían a odisea imposible de
desentrañar… Pero otros… otros abrían un mundo maravilloso donde era posible
entrar, no sólo ingresar, dónde se podía soñar…
Y así
empezó todo… comencé a gastar pupilas y yemas de dedos entre páginas amarillas,
oxidadas, con olor a tiempo perdido y encontrado… tiempo para sentir el latido
de otro, que como yo, se compartía y permitía crear ese espacio íntimo para
volar, para brindar ese grito mudo de escritor que sólo un lector puede oír…
Y luego,
ir a la librería a elegir la puerta para abrir, pasó a ser una fiesta para mis
sentidos. Revolver entre los estantes, acariciar las tapas, entrelazar los dedos
en el papel, exaltar el deseo con las ilustraciones, reseñas, colores… zambullirme
en una vorágine de aventuras por descubrir… todo aquello y más, tenía el sabor de
una experiencia irresistible…
El libro
como objeto, un gran fetiche… se transformó, de ese modo -a fuego lento- en
deseo de posesión en todos sus sentidos…
Acariciar,
oler, entrar, absorber, robar la esencia…
Materialmente,
poco; emocionalmente, desbordaba…
Y como enajenada,
di rienda suelta a mi pasión.
María Eugenia Rojas
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