Rafael,
amigo mío, voy a contarte mi historia, la historia de mi primer amor, del amor
de mi vida, de mi único amor, del amor de todas mis vidas.
Caminando
por las calles oscuras iba yo, como tantas veces, lejos de las luces de las
grandes avenidas. Mis pies seguían un camino azaroso –creía yo- pero ese
recorrido está predeterminado, por quién sabe qué destinos ya escritos,
destinos guía, destinos presentes como marcas a mi alrededor. Y por ello, creo
que siempre iba por los mismos lugares.
La vi
por primera vez, en verdad, más que ver, la reconocí, sí, la reconocí por el olor.
Su aroma me era familiar. ¿Tal vez el
perfume de mi madre?, me dije. Los hombres tenemos recuerdos latentes de
una temprana infancia que es marca indeleble. Y una atracción irrefrenable hizo
que la siguiera en forma obsesiva, como un detective que necesitaba saber más.
Así, descubrí dónde moraba. Y la esperé cada mañana con el alma prendida de un
alfiler. Iba detrás de ella, a pasitos cortos, cautelosos. Seguía casi todas
sus acciones de cerca. No quería que nada de ella se me escapara e iba como
sorbiendo su ser cada vez más.
Un día,
algo inesperado sucedió. Como de costumbre, estaba yo en la calle, cerca de
ella, cuando de pronto un perro me asustó terriblemente. Preso de un pánico
aterrador, de un sólo salto me subí a un árbol. Y me mantuve allí por unos
segundos, haciendo equilibrio, pero con tan mala suerte que resbalé y caí al
suelo, muerto de vergüenza y llenándome de magullones. Nunca supe de dónde me
vino tal fobia a los canes. Desde siempre, apenas veía uno, iniciaba una
alocada carrera en sentido contrario. ¿Me habrá mordido alguno cuando niño?
Y de
ese modo, Rafael, luego de ese fortuito evento desafortunado, que ahora
recuerdo con cariño, comenzó para mí el fin de mis andanzas de detective y el
principio de mi entera felicidad, de esa felicidad a la que yo estaba
predestinado.
Pero
también, amigo mío, un sustrato de dolor amargo cruzó mi paladar. Haceme tuyo, acordate de mí…, pensé, sin
entender demasiado lo que estaba sucediendo. Porque ella, que debía
despreciarme por tal acto de cobardía, por el contrario, se apiadó de mí. Me
miró con ternura infinita, curó mis heridas y me llevó a vivir con ella.
Por
aquel tiempo, la dicha se apoderó de mí por completo. Ella me colmaba de
caricias que erizaban mi piel y me preparaba cenas exquisitas. Lo que más amaba
era su olor, su calor, ése que regeneraba para mí su regazo cuando yo me acurrucaba
en él como un niño.
La
esperaba todas las tardes, latiendo con ilusión, sentado en su sillón favorito.
Y cuando la puerta se abría dando paso a su anhelada silueta, todo mi cuerpo
temblaba en un gran espasmo de emoción.
Pero un
buen día, mejor dicho, un mal día, un día de esos que nunca hubiese querido
vivir, ella volvió acompañada y a partir de ese momento, la visita de ese
desconocido se repetía a diario, hasta que descubrí desolado que en la casa,
con nosotros, ya vivía otro hombre y ocupaba mi lugar en su cama. Yo estaba
brotado de ira, invadido por la rabia y los celos de una furia titánica. Los
pelos se me volvían púas cuando lo veía y le hice frente todas las veces que
ella me lo permitió, porque luego, comenzó a encerrarme en una habitación
contigua.
No
obstante, cuando el otro se marchaba a trabajar, ella me liberaba, me hablaba
dulcemente y me servía leche tibia hasta que mis bigotes se teñían y mi alma se
aquietaba. Luego, yo ronroneaba entre sus faldas y no dejaba de soñar bajo el
acunar de sus manos suaves sobre mi piel. Soñaba en mosaicos, que caminábamos
por esos callejones negros, lejos de los ruidos, lejos de otra gente, lejos de
peligros, libres, tan libres… En esos precisos instantes sabía quién era yo, sabía
que ya la conocía de antes y sabía que la volvería a encontrar, una y otra vez,
en cada una de mis siguientes vidas.
Y en
una oportunidad de esas, por fin supe, Rafael, que mi amor por ella era eterno,
pero también supe que jamás iba a ser tan mía como yo lo era de ella. Supe,
querido amigo, que siempre sería mi dueña y, con esa amargura de la que antes
te hablé, comprendí que yo nunca iba a ser el suyo. Y lamiéndome la pata
derecha, con el maullido quebrado, suspiré muy hondo y acepté mi destino animal…
Fin
SILBMAR
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