A mi Musa, que escribe en mi alma y me regala el tintero de su corazón...
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miércoles, 12 de octubre de 2011

Divagues

Hoy me senté a escribir, sin más… Sin tema alguno en mente, sólo por el hecho simple de llenar renglones, o vaciarlos tal vez. Con poco sentido, o sin otro sentido que el de la costumbre que se me está haciendo de descargar, cual colita rutera, tensiones eléctricas, estáticas y otras yerbas, a través de este medio…
A veces siento que no tengo nada para decir, pero siempre hay algo, ¿no? Hoy pensaba, para variar… Disculpen la breve digresión, pero ¿es posible poner la mente en blanco y no pensar en nada? Pues no lo creo, o al menos, adolezco de esa experiencia… Volviendo a lo que pensaba, pues elucubraba acerca de cómo uno se lo pasa corriendo de un lado a otro, en todas direcciones -a veces para no llegar a ningún lado- creyendo que es absolutamente indispensable, que no puede dejar de estar… Algunos a ésto le llaman responsabilidad, y sin embargo, podría ser más soberbia que otra cosa. Si un día nos permitimos bajarnos un rato de nuestro micromundo, pues nadie nos extraña tanto en realidad… En verdad, ¿para qué negarlo? somos absolutamente prescindibles. El mundo sigue girando con o sin nuestra presencia. Tal vez necesitamos creer que no es así, pero en el fondo este es un pensamiento muy egocéntrico, muy narcisista. Somos todo y nada a la vez… ¡dulce y amarga contradicción! Si de la historia de la vida se trata, pequeños humanos, no somos más que un pestañeo, un rápido abrir y cerrar de ojos, sólo un parpadeo efímero. Aún así, ¡qué parpadeo!! Y ahí me vuelve a invadir el gen egoísta y antropocéntrico, del que evidentemente no se pueden librar jamás ninguno de los pobres homo sapiens que necesitan dejar una huella a su paso, cuanto más profunda mejor, en el intento ferviente de alcanzar cierta inmortalidad… Ojo que yo también me incluyo en esa misma bolsa, sí, no crean que me siento tan especial ni que ando renegando de mi humanidad, no, no, no, para nada, soy un flor de exponente de esta especie bendita, o quizás maldita… Y aunque dejara fluir toda la soberbia y hasta me creyera diferente o especial, pues no estaría haciendo otra cosa que reafirmar lo dicho, que darme la razón a mí misma, que ser ejemplo vivo y obvio de lo que estoy diciendo… En fin, más digresiones… Volviendo a lo de la necesidad de trascendencia, con o sin huellas por labrar, ¡qué difícil es comprender este destino de finitud que cargamos en la consciencia y gracias a ella, la misma que luego no se banca lo que solita se empeña en saber! Tratamos de no pensar en ello, porque no es nada alentador. No obstante es así, nos guste o no, somos insignificantes parpadeos que en esta vida, sólo podremos estar seguros de algo: de que vamos a morir. Y sí… ¿hay alguna seguridad mayor que ésa? Todo lo demás, ¿lo podemos asegurar realmente? Pues no… de lo demás, hablamos mucho, pero no estamos seguros de nada, ni siquiera lo puede garantizar el slogan de “hecho probado científicamente”. Pero queremos creer, eso también es parte de nuestra esencia, al igual que ese ímpetu de superioridad que nos brota por todos los poros, en especial, cuando queremos vernos tan diferentes de nuestros hermanitos los otros animales. Y sólo nos separa un manojillo de neuronas que han servido para que podamos hablar, hacer alarde y dejar una herencia cultural escrita en muchos idiomas y no sólo una herencia biológica escrita en el lenguaje de los nucleótidos. Por si algún lego necesita la aclaración, los nucleótidos son los monómeros, pequeños ladrillitos que se combinan para formas ácidos nucleicos, los cuales a su vez, son la materia prima de la que está hecho el ADN, y aquí seguramente todos sabemos que estamos hablando de los genes….
¿Y a dónde quería ir? ¿A qué viene todo esto? Pues a ningún lado, y no viene nada al caso de nada… Estoy incursionando en un nuevo género literario que bien podría bautizar como “divague”. Así que ya tengo título para este ensayo…

María Eugenia Rojas

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